EGLN.- Este sábado el poeta ecuatoriano Marco Manotoa realizó un ensayo por encargo de su amigo Ricardo Piglia, sobre el futuro de la literatura. Ricardo Piglia ya había confiado en el poeta y excelente ensayista, porque Leonardo Valencia lo recomendó como una de las promesas de la literatura ecuatoriana y un excelente pupilo.
El famoso novelista Ricardo Piglia aseguró: "Este ensayo va más allá de las proposiciones significativas, y un lenguaje descriptivo de la literatura del pasado y el futuro. Va más allá de la profundidad de Ludwing Wittgenstein. Marco Manotoa nos envuelve en diferentes juegos del lenguaje y nos propone una erudición que va entre la filosofía, la política, la poética, la antropología, la sociología y cocina un lenguaje nuevo y diverso. Es una especie de Markeinstein".
El poeta Marco Manotoa no quiso dar declaraciones sobre qué cantidad recibió por el mencionado ensayo, pero dijo que por lo menos le alcanza para la comida del mes de febrero; además autorizó difundir parte este ensayo, porque aseguró "tener fe en la literatura del futuro".
Aquí tenemos un poco de la cocina del poeta:
SOBRE RICARDO PIGLIA Y LA LITERATURA DEL FUTURO
En una de las conferencias dedicadas a Borges y transmitidas por TV Pública Argentina en 2013, Ricardo Piglia imagina el futuro de la literatura en los siguientes términos: su lectura será exclusiva de espacios separados de la realidad, los lectores serán hombres que dedican las tardes de sus últimos años de vida a meditar los detalles de un libro, y los libros se reducirán a un número limitado de clásicos en los cuales se halla cifrado el secreto de lo indecible. La imagen que propone es la de profesores universitarios que, luego de habar realizado su aporte a la ciencia y sin posibilidad de volver a la genialidad de su juventud, discuten por años, en algún salón del campus universitario, el sentido de la Divina Comedia o de El hombre sin atributos. A pesar que, la ficción postapocalíptica de la lectura propuesta puede interpretarse como una ironía social, encuentro en su materia los elementos de un presente que aún no puede traducirse en las discusiones del espacio público.
¿Cuáles son los libros que se leen y los libros que se desechan en nuestras universidades? ¿Cuál el criterio de esta selección que puede definirse como arbitraria pero en la que subyace una red de fuerzas históricas y relaciones de poder? ¿Quiénes, en definitiva, leen en la actualidad? ¿Bajo qué perspectiva… si seducidos por el marketing y las tendencias y los rankings de los libros más vendidos, o motivados por una necesidad interior en la que coexisten propósitos de conocimiento, crisis afectivas, mera casualidad?
Partamos del hecho que toda generalización es una impostura que impide reconocer las características un fenómeno social. En este caso, no existe una lectura ideal. Las lecturas ideales fueron y serán propuestas dogmáticas de un proyecto político e histórico que intenta homogenizar los cuerpos con el propósito de asegurar su reproducción. El capital simbólico en juego en el acontecimiento de lectura se adscribe a una realidad concreta, de ahí que lo que lee un chino, un árabe, un gringo o un latinoamericano, sean cosas distintas, a pesar que coincidan en el título del texto. El lector moviliza un conjunto de factores culturales que hacen que su lectura, inscrita en una geografía afectiva específica y en una cartografía cultural que lo supera, constituya una forma de creación de realidad que le compete a él y a su entorno inmediato. Por ejemplo, el paisaje infernal que Dante trama en los inicios de la Modernidad, hoy que las representaciones mediáticas tejen las formas de aprehensión del mundo, se viraliza en infiernos domésticos. Cuando un ecuatoriano promedio, que ha pasado por la educación superior pero que se encuentra alejado de las humanidades, lee la Comedia, quizá no pueda pasar de las primeras páginas. La estructura del texto, la extensión, las dificultades de interpretación debidas a los conocimientos previos que requiere para entender la simbología y las referencias desplegadas, son sólo algunos de los motivos que harán que no continúe con la tarea. En el caso hipotético de seguir, empujado por un desafío personal o tal vez porque alguien, de manera directa o indirecta, se lo ha exigido, reducirá el texto a la anécdota. En fin, existe la posibilidad de abandonarse el texto pero el hecho de continuar no asegura, de ninguna manera, que se descifre aquella matemática de la alegoría que prácticamente funciona como una bisagra de dos edades históricas de la cultura europea. En su memoria, lo que persiste es aquella escena de pesadilla que siglos de colonialidad han convertido en un dispositivo de disciplinamiento de la subjetividad.
El caso de este ecuatoriano, que supongamos tiene treinta años, una familia, y que dedica casi cincuenta horas a la semana a su trabajo en alguna oficina gubernamental, no es aislado. Pensemos en las miles de personas, parecidas al caso en cuestión, que se cruzan entre sí sin conocerse. Pensemos en los destinos fallidos y las vidas fracasadas que intentan sobreponerse u ocultarse en esta autopista de desencuentros anónimos. La velocidad de nuestra contemporaneidad no es una metáfora en modo alguno del funcionamiento de las sociedades de hoy en día, sino el síntoma de la disolución de una forma de convivencia que se encuentra en transformación y cuya forma ulterior resultada inimaginable. Esto no porque falten medios para conjeturar una visión de conjunto del mañana, sino porque estamos abiertos a que cualquier cosa suceda. El imaginario cultural de la sociedad de la información ha hecho que una invasión extraterrestre o un ataque zombi sean amenazas latentes tan verosímiles como un terremoto o los efectos medioambientales del cambio climático. En este contexto, el lector de libros ocupa un lugar periférico.
Esta situación, sin embargo, no es signo de nuestra época. No significa tampoco que en la antigüedad o en los siglos anteriores se leía más y mejor. De ninguna manera, al menos creo. Si algo ha demostrado la ciencia histórica es que el acceso al conocimiento, bajo la máscara del Esclavismo o de la Ilustración o del mismo Romanticismo, ha tendido a funcionar a través de un tamiz. Sólo los elegidos, los genios, los inteligentes, los sensibles –y cualquier otro calificativo que sirva para separar a los privilegiados y escogidos de la chusma- son los dueños del capital simbólico de su tiempo. Ellos son los encargados de administrarlo y, en algunos casos, reinventar los modos de funcionamiento dentro de la cultura. Marina Garcés afirma que si bien es un hecho que nuestra época es la que más información entrega a los ciudadanos, esto no es prueba de democratización del conocimiento. Ya desde finales de la década de los sesenta, con la institucionalización global de la cultura de masas y la economía simbólica, la cultura, con cualquiera de las etiquetas que se le ponga, busca crear consumidores. Volviendo a Garcés, hoy vivimos una época de analfabetismo radical: tenemos tanta información en nuestras manos pero no sabemos qué hacer con ésta.
El caso de este lector a-ideal, situado en la periferia del Capitalismo Digital, que no tiene interés en participar en los debates de la ‘condición posmoderna’ y que, en su plan de vida, lo único que busca es mejorar sus condiciones materiales de existencia y reproducción, antes de ser la antípoda de la ficción de Piglia es su complemento –no causa ni consecuencia-. Para él, un libro es la oportunidad de aprender sobre temas desconocidos. Exige a sus hijos que lean con la esperanza de que así, por cosa de suerte o azar, no tengan que sufrir los mismos padecimientos que la burocracia le ha impuesto hasta casi deshumanizarlo. Intuye que algo falta en su vida. El éxito siempre se le ha escapado o, cuando en apariencia lo tuvo a su disposición, un factor externo impidió al final de cuentas que se haga con él. Su indecible es la imposibilidad de decir que le hace falta la palabra. Lo que espera de sus hijos es que la tomen. Sin proponérselo, ha hecho del libro el antídoto para el silencio en que sobrevive.
Imagino que Piglia, refiriéndose al estado de la lectura –cuyo estatuto de legibilidad ha mutado de época a época y de geografía a geografía- de los campus universitarios norteamericanos, antes que indagar en el futuro, problematiza el presente. Desde mi experiencia, no cualquier libro puede leerse. Pienso, por ejemplo, en aquellas obras acompañadas por la pseudo categoría de metaliterario o metaficción y que acorde a la opinión generalizada de la crítica profesional caracteriza la producción de la literatura contemporánea. Novelas donde no hay historia. Novelas que exploran conceptos. Libros inclasificables que son híbridos de géneros, registros, textualidades. O como solía decir Bolaño, libros creados para estudiantes de teoría literaria. Bajo el pretexto de la fragmentariedad de la experiencia de lo real en el régimen sensible de nuestra era –como un alegato en contra de las totalizaciones efectuadas por las ‘ilusiones de la modernidad’- se considera que esta escritura discontinua reelabora el campo literario. O que la reflexión teórica que la escritura proyecta a través de la exploración de subjetividades negadas, de los intersticios propios de representaciones subalternas y de esa carga de auto-referencia de ciertos textos, se disemina una relectura del archivo hegemónico, que es interpretado a la vez como un gesto estético y político. Textos y proyectos en curso de escritura que precisan como lugares de lectura y discusión privilegiados la academia, y que pocas veces puede ser leída y o mal entendida por el ciudadano de a pie.
Es posible que nada haya nuevo bajo el sol. Quizá Piglia, realizando una operación borgeana, probó cómo funcionaría una imagen de lectura del pasado en el futuro. Aventuro que el autor de Respiración artificial pensaba en el Círculo de Jena de finales del siglo XVIII mientras elaboraba su visión de la literatura del futuro: un círculo de hombres –y pocas mujeres- que convirtieron la universidad burguesa en capilla de la crítica. ¿No fueron los hermanos Schlegel & Co., acaso, los primeros en sistematizar el funcionamiento del fragmento en el texto literario a través de la revista El Ateneo? ¿No fueron ellos quienes articularon la idea de que la teoría legítima de la literatura es el propio texto literario? Bueno, quizá yo esté equivocado.
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